“Los
indios Jirajara-Nívar, en una fiesta de fin de cosecha, recibieron
de su gran Piache un doloroso presagio. Decía el mismo que “viniendo
los tiempos naceria una doncella, hija de cacique, con los ojos de
tan extraño color que, que de mirarse en las aguas de la laguna,
jamás podría distinguirse las pupilas”. Tan pronto como esta
mujer de ojos de agua se viese espejada en alguna parte, por el doble
hueco vacío de las niñas de la imagen, iría saliendo una serpiente
monstruosa, genio de las aguas, la cual causaría la ruina perpetua y
extinción de los Nivar. Grande fue la aflicción de aquella altiva
tribu. Pero paso el tiempo, y todos los caciques, cada vez que nacía
una niña, pasaban temores sin cuento hasta que se les anunciaba que,
como siempre, la recién nacida tenía los ojos negros.
Pero
llegó al cabo el mal tiempo indicando por la profecía. Poco antes
de la invasión española, un cacique Nívar tuvo una hija con las
pupilas de un vario y hermoso color verde, color de aguamarina, color
jade, color de piel de culebra verdegay. Grande fue la estupefacción
del cacique. Sus tributarios le exigieron que se les entregase la
niña para ser sacrificada al Genio, al Dueño Tutelar dela laguna,
la enorme serpiente Anaconda de las aguas. Mas el jefe jamás pudo
decidirse a ello. Como pudo se libró de los descontentos, que desde
aquel día, comenzaron a formar disensiones dentro de la hasta
entonces bien unida tribu Nívar. El jefe decidió recluir a la
doncella en un lugar secreto bajo la guarda de veintidós jóvenes guerreros. Allí fue creciendo ella en gracia y
hermosura, ganándose la simpatía de todos, pues sus maravillosos
ojos de berilo exhalaban destellos encantados. Tenían una belleza
fatal y sonámbula, algo de reptilino, al destacarse sobre el marco
canela de su cara de india. Eran como dos piedras preciosas
engastadas en la morena ladera de algún picacho de la montaña de
Nívar.
A
nadie más que a su madre y a sus veintidós guardianes podía ver
la moza de los ojos fatales. Llego así a la pubertad y su
confinamiento se hizo mas severo aún al ser sometida a las
ceremonias de purificación que alejan de la adolescente que pasa a
mujer, la influencia de los malignos espíritus-serpientes. Le estaba
prohibido desde su nacimiento poseer cualquier lamina brillante que
pudiera hacerla función de un espejo, asomarse a corrientes de agua
o vasijas, salir a plena luz si la lluvia había formado charcos de
agua sobre el suelo.
Mas,
un mal día, un extraño acometió a los veintidós guardianes,
producido por el vaho bucal de la serpiente anaconda de las aguas que
clamaba por su víctima anual, la doncella consagrada que a la linfa
encantada de la laguneta lanzaban los hechiceros de la tribu. La niña
de los ojos de agua salió a tientas, pues sus ojos no se
acostumbraban muy bien a la luz libre, hasta que logro sentarse en el
borde mismo de la charca sagrada. Estaba el agua quieta con una
hierática quietud rebuscada, con una en que ni una ocela abría
siquiera su circulo mudo sobre el agua verde. La doncella miró. Veía
su cara por primera vez, su gloriosa cara redonda y armoniosa, su
boca tentadora, su barbilla soberbia. Pero, ¡ay dolor!, en vez de
pupilas solo notaba dos cuévanos profundos, un par de abismos por
donde se asomaba el misterios del otro mundo de los Dioses
Subterráneos y los Muertos.
La
niña quedo fija. Nada podía apartarla de contemplar aquellos dos
abismos encantados de sus ojos en el reflejo ácueo. Mas, de pronto,
por ellos empezó a surgir un movimiento, un borbotar ebullescente de
las aguas, un creciente movimiento en remolino. El doble vórtice se
agrandaba, mientras los peces huían atemorizados del sitio cada vez
mas amplio del reflejo. Este fue tomando forma, el rostro de la niña
en la linfa espumeante fue adquiriendo dintorno de serpiente;
primero, dos ojos metálicos, de brillo fijo adamantino,
impresionante; luego, el cuerpo creciendo en espiral, una sobre otra,
una sobre otra, una sobre otra; y, finalmente, el extremo afilado de
la cauda, batiendo espuma contra el agua hirviente, tonante,
levantando cabrilleos de luz que llenaban el cielo de pálidos
reflejos. El monstruo intacto, inquietante, estaba allí. La
Anaconda, “Dueña del agua”. La doncella dio un grito de retumbó
en todas las faldas de la sierra de Nívar, y se sumergió en las
aguas, en el sitio preciso en que estuvo el pavoroso reflejo de sus
ojos.
Al
grito despertaron los 22 guardianes, los cuales buscaron por todas
partes a la amada Ojos de agua, mas en vano. Locos de terror a un
cataclismo mágico, llegaron hasta la laguna, más en vez del cuerpo
de la niña adorada encontraron al Dueño de Agua, soberbio,
espumeante, airado en su reino, batiendo la cola sobre el agua
subiente.
Los
Nívar huían de la inundación temible. Casas, templos, sembrados,
todo era arrasado por el dragón inmisericorde de las aguas. Este
asomaba su horrible cabeza verdegay sobre las lamas, y abría sus
fauces, cerro abajo hasta ir a espumear más lejos, hasta a selva de
Sorte hacia el noroeste, y hasta las aguas del Lago Tacarigua hacia
el nordeste.
Tanto
creció el monstruo, que su poder vital se escapó de su cuerpo
distendido por la ansia de crecimiento inmoderado. Y la sierpe
estalló, dando un gran coletazo, vibró, se desmadejó y quedo
inerte, con la cola en Sorte, cerca de Chivacoa y la horrible cabeza
en Tacarigua, “donde hoy esta el altar mayor de la Catedral de
Valencia”. He aquí la leyenda mestiza de los lugareños de
Nirgua.”
Ruben Tamanaco
@rubentamanaco1
Referencia:
- “Los ciclos de los Dioses”. Gilberto Antolinez.
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